22.12.11

Una historia de amor con personajes esbeltos y bronceados


Ella se llamaba Julieta. Él se llamaba Romeo. No. Mentira. Ni uno ni otro. Yo me llamo Marta y él se llama Víctor. Tiene panza, es maleducado y no se baña los fines de semana. Yo le digo: Víctor bañáte que le dás un pésimo ejemplo a los chicos. Y él me mira, pone los ojos en láser y me radiografía de arriba abajo. Yo me siento gorda, canosa e inútil. Especialmente gorda cuando me miran fijo. Redonda como un tomate.
Hago memoria. Obviamente es más difícil de lo que parece. No. Nunca fui flaca. Fui feliz con mis kilos. Las dietas lo arruinaron. Ninguna aventura, muchos cigarrillos, un solo marido que acostumbra a almorzar en calzoncillos. Mis propias ideas riman. Es sorprendente descubrirlo. Podría ser poeta y ser amada y aplaudida. Podría empezar una novela. Quiero algo renegado pero nada ambicioso. Una historia de amor con personajes esbeltos y bronceados, uno millonario y el otro pobre, pobrísimo. Familias enfrentadas, visitas encubiertas, muerte trágica en una estación de tren.
La autenticidad del nudo es especialmente relevante a mi personalidad. Mi psicólogo dice que tengo que valorarme por lo que soy pero la tintura no me favorece. No puedo disimular la panza, las estrías, el matambre de los brazos. Mi sueño recurrente es una gran carnicería donde me rebanan las partes innecesarias y salgo convertida en una Barbie de colección.
Me gustaría que la historia empezara con un día de verano donde el personaje número uno le jura al personaje número dos amor infinito. Los dos son jóvenes, graciosos, encantadores. Me da envidia de sólo pensarlo. Tienen puesta la ropa imprescindible, nada de accesorios culturales. El cuerpo enharinado, azucarado, arremolinado. Gusto a bizcochuelo en el aire. A miel. Me los imagino y me trago los mocos.
Me busco en el espejo una prueba irrefutable de que todavía puedo ser la muchachita frágil a la que cualquier hombre le ofrecería llevar las bolsas del súper. La que nunca pasa frío a la intemperie, la que no tiene que meter las manos en lavandina ni los pies en bicarbonato. Le tengo que preguntar a Víctor cómo era yo en mis mejores años.
Me pregunto si vivimos la postal del auto descapotable y la ruta desierta. Mi pelo bailando en el viento, un pañuelo largo y multicolor en el cuello, anteojos de sol, mucho bronceador, los cachetes colorados y una sonrisa blanca de propaganda de dentífrico.
Con unos kilos menos haría el bolso y me tomaría el primer micro a la playa. No más Víctor, no más pañales, no más grasa impregnada en la parrilla. El nene más chico hará su vida lo mejor que pueda bajo el fantasma de una madre desaparecida. Me buscará muchos años después y yo, convertida en una mujer radiante, bohemia, liberal, puro espíritu, le revelo el misterio de la vida.
Estamos sentados en una piedra grande cerca de la orilla y le digo: mirá, tenés que superar tus miedos y dejar que tus sentimientos fluyan; las respuestas están en vos mismo. La frase en realidad debería ser más terminal, imbatible. No se me ocurre nada. Tengo que lavar los platos y sacar al perro.
Ya es mediodía. Víctor entra y proclama su frase del domingo: no sabés el asado que encontré. Y yo lo miro y me largo a llorar. Qué más puedo hacer. Víctor pega el portazo y baja a empezar el fuego. En un rato me tengo que unir a la comparsa con la ensalada. Yo soy la vaca.
La primera escena puede ser una mujer gorda y vieja que decide plumerear el sótano y descubre el clásico baúl con candado. No lo toca. Es una buena esposa. Obediente, simpática, paciente. A la noche el peso de siglos de etnocentrismo cultural la vence y le pega un martillazo al candado. No entiende nada. Fotos y prendas de mujeres más estilizadas que ella en su época de spinning. Está arrepentida de descubrir el dato más obvio del mundo y vuelve a su pequeña rutina de sirvienta. El marido se entera y la caga a trompadas. En un confuso episodio ella le pega un tiro. En medio día se ha convertido en prófuga y el papel le sienta bien, le queda pintado al cuerpo. Puede funcionar.
Olor a brasas. Humo en la cocina. Las cortinas son especialmente sensibles al dióxido de carbono. Lo chupan como esponja. Y después fregar.
Abro la heladera. Hoy me tocan legumbres y pasas pero me doy tregua con el helado. Una cucharadita. El sentimiento locuaz de hacer lo incorrecto cuando nadie mira. La victoria dulce de engañar al sistema donde más le duele: la moderación. Inaugurar la paz con mi pecado capital de cabecera. La Eva que muerde la manzana.
La historia puede ser los avatares de una mujer sentada a la mesa con un plato vacío y las posibilidades infinitas de una heladera repleta, la silueta tenue de la serpiente en la manija y el croar inoportuno de los embutidos pidiendo su hora.
Busco en la repisa la pastillita y las cosas vuelven a su punto primigenio. La estimulación cede y los colores que antes me parecían vivos ahora gozan de matices pastel. Lo único real en el ecosistema de la cocina es el hambre que me deambula adentro.
Mato al vuelo una mosca y me siento fuerte. Empuño la paleta de red y las espero en la silla. Tener el poder de decidir sobre la vida ajena es un sentimiento adictivo. Otra mosca aterriza en el cuaderno en el corazón del párrafo más agudo del primer capítulo de mi novela. Es el momento en que mi personaje más íntimo entiende que nunca va a ser amado a pesar de su belleza, de su exotismo, de su elegancia. Está parada en la vereda bajo una lluvia de película mirando la ventana del tipo que el universo le ha asignado. El vestido que siempre le quedaba bolsa en las piernas ahora le cae ceñido por la humedad. Parece una Venus de Milo desamparada. La mosca no lo sabe y sus enormes ojos cuadriculados apenas pueden imaginar la soledad, la anatomía bovina de sus pechos, los pozos vacantes de la cama. Mosca egoísta y desalmada. Largo la paleta y cierro el cuaderno de un portazo.
Miro por la ventana. Víctor empuña el tenedor y organiza los cortes en la parrilla. Lo hace con una decisión especialmente atractiva. La musculosa modera la forma, recupera la figura. Ya me había olvidado del tamaño de sus brazos, la fuerza de sus manos en la cintura.
Me asomo al balcón. El sol radiante. Víctor me hace señas con un taper vacío. El taper gira en sus manos y yo me apuro en bajar la escalera y sacar las papas del fuego. ¡Oh Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre. Agrego sal, aceite y mezclo.  O, si no quieres, júrame tan sólo que me amas.

12.9.11

La madrastra de mamá

La historia es buena. Tiene bruja, hechizos y pasillos largos en casas oscuras. El problema es que no tiene final sorprendente. Termina en juicio y malas palabras. La parte buena se acaba rápido porque le pasó a mi mamá y me pasó a mí y es razonable pensar que los cuentos inspirados en lo cotidiano carecen de licencias literarias.
Recuerdo que mi abuelo murió por comer una milanesa frita en el bar del club de básquet donde yo jugaba en mi infancia. Encima fría, dijo mi mamá por teléfono un día de la época. Después de una temporada de hospital fue el velorio en su casa. Nada extraordinario. La casa tenía mucha gente y niños que no conocía. No tenía la más pálida idea de lo que hacía ahí, pero no puedo olvidar la bolsita de tapitas de la Coca que tenía en la mano. No la había soltado desde bajar del auto porque a la salida de la ceremonia con muerto y flores, papá iba a llevarme a cambiar las tapitas por un premio berreta. Cada tapita suponía infinidad de riesgos tomados a propósito: botellas destapadas y abandonadas en la heladera y dinero ofrecido a colegas del jardín. La misión tenía algo de sacro y un poco de barroco.
Tengo la idea improbable de que la casa de mi abuelo tenía una sábana de penumbra en las paredes y mentiras disimuladas en pequeños gestos. La viuda lloraba, no sé, pero lo importante es que nunca dejó de calcular la composición del espacio y la distancia con los actores. Podía llevarse el pañuelo a los ojos con la misma solemnidad con que le pedía a mamá hay más sanguchitos de verdura en la heladera ponelos en los platitos querida. Hablando en neutro la frase suena inofensiva, pero en la boca de una madrastra hacia su hija en comillas, el uso de diminutivos no puede dejar muchas dudas: la muerte la había desenmascarado. Después buscaría al abogado más vengativo de la ciudad y armaría la estrategia para quedarse con los bienes del difunto a costa de cosechar espíritus y mala fauna de otros continentes.
Ahora la historia se pone buena. Es el punto donde las cosas cobran sentido. Espero no decepcionarlos: soy niño, no entiendo qué hago en una casa en penumbra ni por qué alrededor los grandes tienen cara de rompiste algo y tengo una bolsa con tapitas que no pienso soltar bajo ninguna circunstancia. Camino por el corredor que desemboca en la cocina. Las cocinas, hasta en los velorios, siempre son brillantes. La claridad me llama. Entro a la cocina y descubro a la madrastra de mamá agachada en el lavatorio. No está lavando platos, por supuesto; las madrastras usan a sus hijastras para las tareas domésticas. La viuda quema una foto de mamá con el cigarrillo. Es imposible descubrirme en el marco del pasillo porque la mesa supera mi cabeza. La viuda piensa que está sola, pero yo la miro a través de las patas de las sillas. Hay algo de animal en la escena. No hay tensión porque soy niño y nada entiendo, pero tengo claro que mi papel de observador refugiado me pone en riesgo. Me río. La viuda gira y sus piernas embotelladas en negro marcan duda y después calma. Me mira desde la cuadrícula de patas y sonríe con la cadencia propia del golpe consumado.
Desde ese momento, los velorios son asunto personal para mí: no puedo aguantar las ganas de reírme. En próximos velorios donde el muerto no es mío, voy a ofender a muchos parientes y amigos. Mamá se va a enojar conmigo y voy a ser tema de conversación en mesas de café. Suena irrelevante a primera vista, pero mis fantasmas privados siempre se esforzaron por ponerme en ridículo.
Muchos años después el círculo se cierra. Llevé a mamá a buscar a la casa de mi abuelo difunto viejos muebles y cosas por el estilo que las cenizas del juicio le habían concedido. Mamá salpicó de agua bendita el montón de artículos armado en el patio y recién después abrimos el placar. Nada del otro mundo. Mamá no cree en lo paranormal, pero está en la pieza con un rosario en las manos. Sumergido de medio cuerpo en el placar, busco algo interesante. Pienso en las brujas de las películas, pero la realidad es una fuente inagotable de decepciones. Manoteo cosas que hoy me dan escalofríos y cae al piso la foto quemada. El ojo ciego dibujado por la brasa del cigarrillo el día del velorio borra la cabeza de mamá. El vestidito queda flotando en la hamaca. 
Digo esto y la historia termina. No quiero mentirles. Yo quería escribir un cuento con lindas metáforas y desenlace espectacular. Pero hay algo que casi me olvido de contar. La promoción de las tapitas terminó varios días antes y en la Coca no quedan más premios. Soy niño y estoy llorando en un velorio. Me pasa algo raro cuando me acuerdo: pienso que todavía puedo conjurarlo.

27.7.11

Demasiado bueno para ser verdad

«« Córdoba es la provincia central de la Argentina. Si el país fuese un jamón ibérico (como realmente parece si lo miramos de lejos) Córdoba es el jamón del medio. En la provincia de Córdoba hay más humoristas gráficos que gente. Y los que quedan sin dibujar, lo que hacen es escribir. De entre todos, hay en Córdoba un muchacho que escribe como los dioses, y teníamos muchas ganas de publicarlo en Orsai. Este muchacho es muy conocido en Córdoba, pero en cambio no lo leyeron nunca en Centroamérica, ni en otros sitios del mundo donde se habla castellano. Nosotros leemos a José Playo desde hace años, y si alguna vez soñamos con hacer una revista, fue en parte también para publicar sus cuentos. Los cuentos de José son, como Córdoba, jamón del medio. Y estamos contentos de que ahora lo lean también en Centroamérica, donde la palabra “playo” significa “puto”. »»

Esto es, señores, la mayor derrota de mi vida. Fue publicado en Orsai.es el 16 de junio pasado pero recién hoy, con la revista en la mano, me animo a creerlo. Un tipo, cordobés, pendejo, sonriente, enamorado, clausurado de aventuras; escribió para Orsai. Podía ser yo. Debía ser yo. Me pregunto, y me lastima preguntarme, cómo ocurrió la decisión en las entrañas del número 32 de San Martí, Sant Celoni, España. Me muero por saber, lobos enigmas de la curiosidad, el dueño de la boca que lo nombró por primera vez en la cocina de la redacción. ¿Fue el Chiri, amigo descarnado; fue Comequechu, el cocinero; fue Casciari, el gordo buenudo? Para mí fue Casciari. Hay algo en su corteza de bondad y progresismo que nunca me convenció. Siempre sospeché, desde mucho antes del 16 de junio, que detrás de su vida de lunático escritor había una historia de pulcritud y buenos modales. Quizás nunca fue el pibito de calle, el gordito imprudente que tuvo una vida de película con suficiente material para llenar los baúles de un blog por siete años. Demasiado bueno para ser verdad. Siempre sospeché de los finales felices y Casciari tiene muchos en su legajo de recetas. Quiero despejar la idea de que escribo esto por el mero sentimiento de que el gordo haya elegido a otro cordobés antes que a mí ni mucho menos que maquinara trampas bajo la manga para mover los hilos de la redacción de Sant Celoni. Duermo con la conciencia tranquila. Cada uno sabe a quién le hablo. Si aun así no me creyeran, tengo pruebas infalibles de que Casciari sabía de mi pequeña existencia antes siquiera de que la revista saliera a la calle. No voy a pedirles que me crean, no creo hacer mérito suficiente; por eso ofrezco material en bruto y con menos edición que Mirtha Legrand a la mañana. A continuación, señores, dos mails que envié a Orsai.es con historias mías adjuntas y que nunca [nunca nunca nunca] tuvieron respuesta. Juzguen ustedes:


Estimados Hernán y Chiri:
Les pido perdón porque el texto que les paso no respeta la consigna de número de palabras, pero ocurre que no tengo textos tan largos. Sé que si se tratara de un par de frustrados intelectuales de café no tendría ninguna oportunidad, pero lo intento, porque mis ganas de escribir para la revista superan mi timidez y porque además, llegado el caso, escribiría lo que hiciera falta. Ustedes dirán.


Estimado Hernán:
Existe un problema fundamental en la lógica de Orsai: no resiste la lectura desordenada. Aún cuando las entradas y las sobremesas son un condimento inusual en esta vida de platos fríos, suponen un flagrante recorte a mis libertades civiles. Es desesperante tener que empezar por la primera página y termina por la última, con mayor razón si se propusieron romper las cadenas del índice y la publicidad.
Aclaro que mis intentos por abrir la revista en cualquier nota y terminarla en cualquier otra han sido en vano. Cada vez que terminaba la lasaña me servían un plato de empanaditas de copetín. Pido abiertamente que resuelvan el desperfecto técnico, cuestión que me obliga necesariamente a empezar por la entrada y terminar por el postre. Yo quiero comer como un niño: lo más rico primero.
Mis mejores deseos,
Maxi.

13.5.11

Sueños bonsái

Tengo la sensación de que mi problema no está en el lavarropas. Tampoco en la cocina, en la bañera, en el escritorio, en los exámenes, en los boliches, en las sábanas, en el cepillo de dientes, en el paquete de galletas. Creo que mi problema no es la rutina de días exactamente parecidos al anterior y al posterior, sino que se trata de una cuestión filosófica, o antropológica, nunca entendí bien la diferencia. Conclusión: tengo una duda existencial que me carcome los pequeños placeres de la vida. Con esto no estoy diciendo que haya caído en depresión o que me ahogue en la bebida, pero reconozco los síntomas tradicionales de vacío espiritual. Me da lo mismo hablar o callar, reír o llorar, bife o milanesa, medias o soquetes, bondi o colectivo. No sigo la cotización de la soja y me gustan los días nublados. Me siento un gato en una pecera, escribí en una carta.
Una tarde de semana santa [espero no ofender a nadie con las minúsculas], sentado en el patio de mi casa en La Rioja, me preguntaba por mis posibilidades de salir de mi pozo hermenéutico y la respuesta me cayó del cielo [sé que suena cursi pero me pareció una linda metáfora para hacerme entender]. La revista que tenía en mis manos me reveló una ecuación que no había tenido en cuenta. Contaba la crónica de un tipo que viajó a Burning Man, un festival o reunión de personas (a falta de imaginación) que arma una vez al año una pequeña ciudad en el medio del desierto yanqui. La clase de comunidad compuesta por hippies convertidos: gente desnuda, agradable, humilde, interesante, contradictoria, soñadora y desnuda. Hay muchos desnudos en Burning Man, pero nunca existió en los 25 años del evento drama alguno de tipo carnal. Sumar por favor a la ausencia de vergüenza; drogas, alcohol y cosas por el estilo. También niños. Hay familias en Burning Man.
Segunda conclusión: mi problema necesita un viaje. Algo como lo que hizo el tipo de la película Into de wild, omitiendo el final. No se preocupen, no se los voy a contar, aunque pueden imaginarlo. Perdón. Continúo. Deliberadamente tengo ganas de hacer un viaje de autodescubrimiento. Quiero buscarme no en sentido poético, sino en sentido literal. No quiero trampas. Hay una parte de mí que desconozco y que no tiene suficiente con una vida de lunes a lunes. Me pregunto quién será y me niego a reducir mi problema a un conflicto de identidad. Traté con psicólogos de numerosas ramas del árbol del jardín de las ciencias de la mente y el espanto me enseñó que la psicología de espejo da mejores resultados por las mañanas. Sentarme en la cornisa de Machu Pichu y preguntarme cómo carajo nos dejamos engañar por unas cuentas de vidrio sea quizás el remedio casero para estos casos.
No quiero ser tomado a la ligera. No soy un anarquista sinrazón o un buscavidas desteñido. Doy vueltas en mi mundo como animal enjaulado, me reconozco cautivo de feria o mascota de familia media de los suburbios. Mis miedos domésticos [sueños bonsái] son mi ridícula excusa para no abrir la puerta y la televisión [mi dios privado] tampoco tiene mejores impresiones del afuera.
Mi licuadora espiritual tiene, al revés de las cosas, momentos de sosiego, períodos en los que vivo la batalla en mute y subtitulado. Un par de veces acostumbro a ir a una capilla a unas cuadras de mi departamento. Nadie la usa para propósitos estrictamente religiosos y las más de las veces funciona como teatro de artistas y burocracias políticas. Las rejas de las ventanas, tiras de metal clausurando las salidas, son el humilde homenaje que los arquitectos dejaron a las presas de la antigua cárcel de mujeres. Cuando hay poca gente, camino ausente de método en su interior y recito poesías o canciones. La función termina cuando el flash de un turista coreano desencanta la poesía. Me dejo volver de hombros rendidos a casa, a la vereda enlatada de mi cama, y me siento envejecer a la espera de un taxi vacío. Tercera conclusión: tengo un problema y hablo en serio.

9.4.11

Un tenedor clavado en el espíritu


Esto es lo que siento. Dos puntos. Un vacío cáustico errante en mí. Me acabo de enterar [recién abro los ojos], de que mi vida ha de terminar como cualquier vida. Mismos modos, misma lógica. Cajón cerrado.
Lo que digo no es un dato menor; por el contrario, es una denuncia formal de lo que las probabilidades van a hacer conmigo.
He dicho que abrí los ojos, como quien dice, y me di cuenta de algo. Voy a contar cómo pasó: un día me doy el gusto de ver en el escenario a uno de mis músicos de cabecera [don Jared Leto] y lo que debió ser un buen rato de rock y malos modales fue, en verdad, algo más. Algo inesperado. [Quiero decir salté, canté y grité como mina] pero a la salida del Luna me quedó un tenedor clavado en el espíritu. Cuatro puntas de metal en el alma duelen como un desamor en carnaval o como una llamada telefónica en la madrugada. Uno despierta sorprendido y se enfrenta a lo que será Dios quiera. Para colmo, recién terminaba de llover [cualquiera sabe que el telón perfecto para la tristeza es el sopor de una calle mojada] y buenos aires me hacía esperar en la parada del 125 con una multitud que reía nada entendía. Uno más de los estudiantes sentados en el cordón con un nudo de corbata vidas promedio remontando la avenida en latas de atún. Jared Leto guardaba el show en la valija otro lo esperaba en santiago a través de los andes, nadie le importaba qué daría yo por estar en sus pantuflas y renegar con fanáticos despeinados horas siglos aeropuertos que nunca saludan.
Jared Leto espera sentado como está en el camarín y no hay cómo imaginar, veinte años atrás sólo un niño como yo, escapa de su casa y salta de trampolines a teatros y escuelas de pintura. Wikipedia dice que sufrió un breve período en la pobreza [breve período en la pobreza, qué manera es esa de hablar] con Shannon el mayor de los dos antes de actuar en series de bajo presupuesto. Cuenta la leyenda que empezó a hacer música en una cochera [a veces el universo se empeña en repetir los escenarios] y no paró de componer canciones de exportación. Es razonable especular que las cosas terminaron bien tocando lejos de casa con los bolsillos llenos y las sonrisas pintadas, pero de eso no tenía idea cuando pegó el portazo y saltó al vacío.
Lo pienso en frío y entiendo que una vida en la multitud puede no ser tan malo como parece [pequeñas dosis de amor y domingos en familia] eso dicen y suben a los colectivos y Jared Leto cierra la valija será otro día en mí un pie más cerca del borde sueños de casa de muñecas dudas embotelladas semáforos colas en el súper quizás
mi vida
necesita
un baldazo de
agua fría.

2.3.11

La sonrisa de la televisión


[Publicado en "www.paranadapersonal.wordpress.com" el 5 de septiembre de 2010]

Prendo la tele: una sucesión de personas sonrientes miran a la cámara y dicen “yo sigo”. Lo dicen con certeza, convicción y satisfacción. Parece que están seguros de lo que están diciendo, especialmente la chica de los ojos verdes que sentada en la cama le revela al mundo una sonrisa emocionante. Uno diría que guardan la fórmula de una vida plena, ajena a las dudas, que siempre marcha hacia delante.

Yo me quiero casar, ¿y usted?
La frase no es menos contundente: “Yo sigo”. Pero ocurre acá que no se trata de una pequeña frase testaruda. Es más bien un decidido grito al destino, tan decididamente certero como un flechazo en la oscuridad. He aquí que la cosa no se termina en el punto final. La frase incita a una pregunta, nos desnuda y nos obliga a tomar partido: “Yo sigo. [¿Y vos?]”. ¿Se dan cuenta? Es como el combo de la hamburguesa y las papas, como don Quijote y Sancho Panza. Usa la misma lógica con que el inolvidable Roberto Galán nos preguntaba: “Yo me quiero casar, ¿y usted?. No es posible ser indiferente a una interpelación de esa naturaleza. O te querés casar o no. Fin de la cuestión. Con esta otra pasa un poco lo mismo. Me entero de a poco, como en cuentagotas, que Fibertel tiene la licencia vencida, que el Gobierno no se la quiere renovar, que me voy a quedar desconectado del mundo, que eso no va a pasar, que Clarín mafioso, que el pueblo los quiere ver muertos [guiño de ojo a la cámara], que Lidia Papaleo busca prensa para ir al bailando 2011, que los desaparecidos están en Miami riéndose de nosotros. ¡Paren un poco!. Tomo aire, me concentro y vuelvo al letargo íntimo de la televisión. Ahí es cuando aparecen estos rostros felices, jóvenes, rosados, encantadores. Difícil no llevarles la corriente. Yo, que estoy tímidamente sentado en la punta de la silla; ellos, inescrupulosamente coloridos. Claro está, hay una duda que me pica en la planta del pie. Un aguijón, quiero decir. Un hierro al rojo vivo que me quema desde el ´76. ¿Les debo algo?. ¿Le debo algo a Fibertel?. Yo pagué a tiempo cada una de mis facturas. Lo mínimo que podrían haber hecho, como lo hicieron con sus también sonrientes inversores de Estados Unidos e Inglaterra, era avisarme que su licencia podría expirar. ¿Ustedes siguen?. Yo no. Cuando la televisión sonríe, muestra los dientes.

La lógica de la ensalada

[Extraído deliberadamente de "www.paranadapersonal.wordpress.com"]

Creo que escribo para Stella, una amiga de la facultad. Se me acaba de ocurrir y me pincha el sueño. No me deja dormir. Es una idea rara para el lector antiguo, el de papel, que cambia con vorágine de libro como a su conciencia y a su bolsillo se le ocurren. Un redactor con un público unipersonal le debe sonar imposible, pero ese creo ser yo.
Escribo en papel pero también, desde hace poco, en internet. Me obligaron de la cátedra de Nuevas Tecnologías con la amenaza viva de un aplazo. Yo obedecí y lo que al principio no me gustaba me obsesionó después. Casi he dejado de escribir ficción para dedicarme a pleno a la redacción online: Un formato exótico y rabioso de la literatura escrita a mano donde el collage es la regla. Las manchas de letras son amputadas por fotos, videos, subtítulos, links y espacios matemáticamente calculados por estudiosos en la materia.
Dicen que la gente (la gente dicen), cada vez lee menos, por eso hay que ofrecerle menos y ponerle decorados lo más divertidos posibles. (¿Ven que fácil?). Y cuando no quiera nada, hay que darle nada y sentarse a esperar que la pensión osada de la vejez organice la revolución.
Siento un vacío elemental en el mundo digital. Todo me parece efímero y no me gusta (porque no me acostumbro) fragmentar las sopas de letras en pos de una pretendida sociedad que reniega del mundo real.  Siento, también, que la internet sufre de soberbia intelectual, (si hasta Word me obliga a escribirla con i mayúscula). Es un animal que subestima al lector promedio; el mismo que superó las infinitas revoluciones del siglo pasado y volvió, fiel y enamorado, a las páginas concretas de los diarios, revistas y libros.
Cada vez que escribo con más tenacidad, más pegado a las reglas de la web, me pregunto si no estoy siendo desleal con ese buen lector, (el tipo numerado en las estadísticas), que cree ciegamente en el escritor despeinado en los suburbios de las redacciones que se come las uñas y escribe desbordado con el reloj pisándole los talones. Por ese buen lector es que vuelvo, sin remedio, a creer que la poesía del papel, (el rigor de su superficie y la monotonía de sus colores), guarda una nobleza histórica, casi familiar, de la que la internet carece en buena medida. ¿Cómo enamorarse de lo que puede desaparecer del día a la mañana, al alcance de un botón?
Yo bien sé que el cambio supone romper con lo viejo, pero no necesariamente obliga a suprimirlo. Quiero escribir para la web como escribo en el papel, porque el buen lector sabe que en algún lugar hay, como él, un melancólico conservador.
Me di cuenta que escribo para Stella, una amiga que sigue mi blog con una fe incorruptible, porque no sólo es la primera que dejó una firma (una de las únicas dos), sino que además me infunde la dudosa esperanza de que escribo para alguien. Sino fuera por ella es probable que mi inconsciente hubiera vencido a mi voluntad y que mi joven blog se convirtiera en un desierto helado. Pero nadie merece morir joven, así que me prometí escribir aunque más no fuera para una sola persona en el mundo.
Esa es mi buena razón para mantener vivo a mi primer experimento web y a aceptarlo a pesar de sus espantosos defectos, aunque me niegue a aceptar por las buenas o las malas las exigencias de la redacción online. 
Me pasa que los colores, instrumentos multiétnicos y demás accesorios de parque de diversiones terminaron por volverme loco. Como remedio, cada vez que escribo para web uso la lógica de la ensalada: Cortar, condimentar, mezclar hasta que quede bien enredado; pero no va conmigo. No me acostumbro y me persigue el zombi iletrado del bochazo (día y noche).
Hoy, sin embargo, voy a gritar libertad. Este es el post número 8, el último obligatorio y por eso, (y porque me inspiró el anarquismo), voy a empezar a escribir a la vieja usanza: Un chorizo noble de palabras. [Lectura lineal, dicen los cibernautas en sus naves espaciales]. Si es por mí, el lector que se canse puede volver cuando quiera. Le dejo la puerta abierta. Porque el buen lector siempre vuelve.