22.12.11

Una historia de amor con personajes esbeltos y bronceados


Ella se llamaba Julieta. Él se llamaba Romeo. No. Mentira. Ni uno ni otro. Yo me llamo Marta y él se llama Víctor. Tiene panza, es maleducado y no se baña los fines de semana. Yo le digo: Víctor bañáte que le dás un pésimo ejemplo a los chicos. Y él me mira, pone los ojos en láser y me radiografía de arriba abajo. Yo me siento gorda, canosa e inútil. Especialmente gorda cuando me miran fijo. Redonda como un tomate.
Hago memoria. Obviamente es más difícil de lo que parece. No. Nunca fui flaca. Fui feliz con mis kilos. Las dietas lo arruinaron. Ninguna aventura, muchos cigarrillos, un solo marido que acostumbra a almorzar en calzoncillos. Mis propias ideas riman. Es sorprendente descubrirlo. Podría ser poeta y ser amada y aplaudida. Podría empezar una novela. Quiero algo renegado pero nada ambicioso. Una historia de amor con personajes esbeltos y bronceados, uno millonario y el otro pobre, pobrísimo. Familias enfrentadas, visitas encubiertas, muerte trágica en una estación de tren.
La autenticidad del nudo es especialmente relevante a mi personalidad. Mi psicólogo dice que tengo que valorarme por lo que soy pero la tintura no me favorece. No puedo disimular la panza, las estrías, el matambre de los brazos. Mi sueño recurrente es una gran carnicería donde me rebanan las partes innecesarias y salgo convertida en una Barbie de colección.
Me gustaría que la historia empezara con un día de verano donde el personaje número uno le jura al personaje número dos amor infinito. Los dos son jóvenes, graciosos, encantadores. Me da envidia de sólo pensarlo. Tienen puesta la ropa imprescindible, nada de accesorios culturales. El cuerpo enharinado, azucarado, arremolinado. Gusto a bizcochuelo en el aire. A miel. Me los imagino y me trago los mocos.
Me busco en el espejo una prueba irrefutable de que todavía puedo ser la muchachita frágil a la que cualquier hombre le ofrecería llevar las bolsas del súper. La que nunca pasa frío a la intemperie, la que no tiene que meter las manos en lavandina ni los pies en bicarbonato. Le tengo que preguntar a Víctor cómo era yo en mis mejores años.
Me pregunto si vivimos la postal del auto descapotable y la ruta desierta. Mi pelo bailando en el viento, un pañuelo largo y multicolor en el cuello, anteojos de sol, mucho bronceador, los cachetes colorados y una sonrisa blanca de propaganda de dentífrico.
Con unos kilos menos haría el bolso y me tomaría el primer micro a la playa. No más Víctor, no más pañales, no más grasa impregnada en la parrilla. El nene más chico hará su vida lo mejor que pueda bajo el fantasma de una madre desaparecida. Me buscará muchos años después y yo, convertida en una mujer radiante, bohemia, liberal, puro espíritu, le revelo el misterio de la vida.
Estamos sentados en una piedra grande cerca de la orilla y le digo: mirá, tenés que superar tus miedos y dejar que tus sentimientos fluyan; las respuestas están en vos mismo. La frase en realidad debería ser más terminal, imbatible. No se me ocurre nada. Tengo que lavar los platos y sacar al perro.
Ya es mediodía. Víctor entra y proclama su frase del domingo: no sabés el asado que encontré. Y yo lo miro y me largo a llorar. Qué más puedo hacer. Víctor pega el portazo y baja a empezar el fuego. En un rato me tengo que unir a la comparsa con la ensalada. Yo soy la vaca.
La primera escena puede ser una mujer gorda y vieja que decide plumerear el sótano y descubre el clásico baúl con candado. No lo toca. Es una buena esposa. Obediente, simpática, paciente. A la noche el peso de siglos de etnocentrismo cultural la vence y le pega un martillazo al candado. No entiende nada. Fotos y prendas de mujeres más estilizadas que ella en su época de spinning. Está arrepentida de descubrir el dato más obvio del mundo y vuelve a su pequeña rutina de sirvienta. El marido se entera y la caga a trompadas. En un confuso episodio ella le pega un tiro. En medio día se ha convertido en prófuga y el papel le sienta bien, le queda pintado al cuerpo. Puede funcionar.
Olor a brasas. Humo en la cocina. Las cortinas son especialmente sensibles al dióxido de carbono. Lo chupan como esponja. Y después fregar.
Abro la heladera. Hoy me tocan legumbres y pasas pero me doy tregua con el helado. Una cucharadita. El sentimiento locuaz de hacer lo incorrecto cuando nadie mira. La victoria dulce de engañar al sistema donde más le duele: la moderación. Inaugurar la paz con mi pecado capital de cabecera. La Eva que muerde la manzana.
La historia puede ser los avatares de una mujer sentada a la mesa con un plato vacío y las posibilidades infinitas de una heladera repleta, la silueta tenue de la serpiente en la manija y el croar inoportuno de los embutidos pidiendo su hora.
Busco en la repisa la pastillita y las cosas vuelven a su punto primigenio. La estimulación cede y los colores que antes me parecían vivos ahora gozan de matices pastel. Lo único real en el ecosistema de la cocina es el hambre que me deambula adentro.
Mato al vuelo una mosca y me siento fuerte. Empuño la paleta de red y las espero en la silla. Tener el poder de decidir sobre la vida ajena es un sentimiento adictivo. Otra mosca aterriza en el cuaderno en el corazón del párrafo más agudo del primer capítulo de mi novela. Es el momento en que mi personaje más íntimo entiende que nunca va a ser amado a pesar de su belleza, de su exotismo, de su elegancia. Está parada en la vereda bajo una lluvia de película mirando la ventana del tipo que el universo le ha asignado. El vestido que siempre le quedaba bolsa en las piernas ahora le cae ceñido por la humedad. Parece una Venus de Milo desamparada. La mosca no lo sabe y sus enormes ojos cuadriculados apenas pueden imaginar la soledad, la anatomía bovina de sus pechos, los pozos vacantes de la cama. Mosca egoísta y desalmada. Largo la paleta y cierro el cuaderno de un portazo.
Miro por la ventana. Víctor empuña el tenedor y organiza los cortes en la parrilla. Lo hace con una decisión especialmente atractiva. La musculosa modera la forma, recupera la figura. Ya me había olvidado del tamaño de sus brazos, la fuerza de sus manos en la cintura.
Me asomo al balcón. El sol radiante. Víctor me hace señas con un taper vacío. El taper gira en sus manos y yo me apuro en bajar la escalera y sacar las papas del fuego. ¡Oh Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre. Agrego sal, aceite y mezclo.  O, si no quieres, júrame tan sólo que me amas.

1 comentario:

  1. Y de repente entré y me encontré con el nuevo texto. Es como escribir pensando en voz alta... O pensar en voz alta, o pensar escribiendo... No sé. Raro. Bueno. Interesante... como los demás! :)
    La verdad es que no sé si leés los comentarios de tus pobres lectores... Sólo te pido que no abandones el blog! Beso, escritor. Buen viaje (a La Rioja, o al centro de los pensamientos... da igual) Salute.

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