12.9.11

La madrastra de mamá

La historia es buena. Tiene bruja, hechizos y pasillos largos en casas oscuras. El problema es que no tiene final sorprendente. Termina en juicio y malas palabras. La parte buena se acaba rápido porque le pasó a mi mamá y me pasó a mí y es razonable pensar que los cuentos inspirados en lo cotidiano carecen de licencias literarias.
Recuerdo que mi abuelo murió por comer una milanesa frita en el bar del club de básquet donde yo jugaba en mi infancia. Encima fría, dijo mi mamá por teléfono un día de la época. Después de una temporada de hospital fue el velorio en su casa. Nada extraordinario. La casa tenía mucha gente y niños que no conocía. No tenía la más pálida idea de lo que hacía ahí, pero no puedo olvidar la bolsita de tapitas de la Coca que tenía en la mano. No la había soltado desde bajar del auto porque a la salida de la ceremonia con muerto y flores, papá iba a llevarme a cambiar las tapitas por un premio berreta. Cada tapita suponía infinidad de riesgos tomados a propósito: botellas destapadas y abandonadas en la heladera y dinero ofrecido a colegas del jardín. La misión tenía algo de sacro y un poco de barroco.
Tengo la idea improbable de que la casa de mi abuelo tenía una sábana de penumbra en las paredes y mentiras disimuladas en pequeños gestos. La viuda lloraba, no sé, pero lo importante es que nunca dejó de calcular la composición del espacio y la distancia con los actores. Podía llevarse el pañuelo a los ojos con la misma solemnidad con que le pedía a mamá hay más sanguchitos de verdura en la heladera ponelos en los platitos querida. Hablando en neutro la frase suena inofensiva, pero en la boca de una madrastra hacia su hija en comillas, el uso de diminutivos no puede dejar muchas dudas: la muerte la había desenmascarado. Después buscaría al abogado más vengativo de la ciudad y armaría la estrategia para quedarse con los bienes del difunto a costa de cosechar espíritus y mala fauna de otros continentes.
Ahora la historia se pone buena. Es el punto donde las cosas cobran sentido. Espero no decepcionarlos: soy niño, no entiendo qué hago en una casa en penumbra ni por qué alrededor los grandes tienen cara de rompiste algo y tengo una bolsa con tapitas que no pienso soltar bajo ninguna circunstancia. Camino por el corredor que desemboca en la cocina. Las cocinas, hasta en los velorios, siempre son brillantes. La claridad me llama. Entro a la cocina y descubro a la madrastra de mamá agachada en el lavatorio. No está lavando platos, por supuesto; las madrastras usan a sus hijastras para las tareas domésticas. La viuda quema una foto de mamá con el cigarrillo. Es imposible descubrirme en el marco del pasillo porque la mesa supera mi cabeza. La viuda piensa que está sola, pero yo la miro a través de las patas de las sillas. Hay algo de animal en la escena. No hay tensión porque soy niño y nada entiendo, pero tengo claro que mi papel de observador refugiado me pone en riesgo. Me río. La viuda gira y sus piernas embotelladas en negro marcan duda y después calma. Me mira desde la cuadrícula de patas y sonríe con la cadencia propia del golpe consumado.
Desde ese momento, los velorios son asunto personal para mí: no puedo aguantar las ganas de reírme. En próximos velorios donde el muerto no es mío, voy a ofender a muchos parientes y amigos. Mamá se va a enojar conmigo y voy a ser tema de conversación en mesas de café. Suena irrelevante a primera vista, pero mis fantasmas privados siempre se esforzaron por ponerme en ridículo.
Muchos años después el círculo se cierra. Llevé a mamá a buscar a la casa de mi abuelo difunto viejos muebles y cosas por el estilo que las cenizas del juicio le habían concedido. Mamá salpicó de agua bendita el montón de artículos armado en el patio y recién después abrimos el placar. Nada del otro mundo. Mamá no cree en lo paranormal, pero está en la pieza con un rosario en las manos. Sumergido de medio cuerpo en el placar, busco algo interesante. Pienso en las brujas de las películas, pero la realidad es una fuente inagotable de decepciones. Manoteo cosas que hoy me dan escalofríos y cae al piso la foto quemada. El ojo ciego dibujado por la brasa del cigarrillo el día del velorio borra la cabeza de mamá. El vestidito queda flotando en la hamaca. 
Digo esto y la historia termina. No quiero mentirles. Yo quería escribir un cuento con lindas metáforas y desenlace espectacular. Pero hay algo que casi me olvido de contar. La promoción de las tapitas terminó varios días antes y en la Coca no quedan más premios. Soy niño y estoy llorando en un velorio. Me pasa algo raro cuando me acuerdo: pienso que todavía puedo conjurarlo.

1 comentario:

  1. ¡¡Qué increíble que sos!! No tengo mucho más para decir.

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