2.3.11

La lógica de la ensalada

[Extraído deliberadamente de "www.paranadapersonal.wordpress.com"]

Creo que escribo para Stella, una amiga de la facultad. Se me acaba de ocurrir y me pincha el sueño. No me deja dormir. Es una idea rara para el lector antiguo, el de papel, que cambia con vorágine de libro como a su conciencia y a su bolsillo se le ocurren. Un redactor con un público unipersonal le debe sonar imposible, pero ese creo ser yo.
Escribo en papel pero también, desde hace poco, en internet. Me obligaron de la cátedra de Nuevas Tecnologías con la amenaza viva de un aplazo. Yo obedecí y lo que al principio no me gustaba me obsesionó después. Casi he dejado de escribir ficción para dedicarme a pleno a la redacción online: Un formato exótico y rabioso de la literatura escrita a mano donde el collage es la regla. Las manchas de letras son amputadas por fotos, videos, subtítulos, links y espacios matemáticamente calculados por estudiosos en la materia.
Dicen que la gente (la gente dicen), cada vez lee menos, por eso hay que ofrecerle menos y ponerle decorados lo más divertidos posibles. (¿Ven que fácil?). Y cuando no quiera nada, hay que darle nada y sentarse a esperar que la pensión osada de la vejez organice la revolución.
Siento un vacío elemental en el mundo digital. Todo me parece efímero y no me gusta (porque no me acostumbro) fragmentar las sopas de letras en pos de una pretendida sociedad que reniega del mundo real.  Siento, también, que la internet sufre de soberbia intelectual, (si hasta Word me obliga a escribirla con i mayúscula). Es un animal que subestima al lector promedio; el mismo que superó las infinitas revoluciones del siglo pasado y volvió, fiel y enamorado, a las páginas concretas de los diarios, revistas y libros.
Cada vez que escribo con más tenacidad, más pegado a las reglas de la web, me pregunto si no estoy siendo desleal con ese buen lector, (el tipo numerado en las estadísticas), que cree ciegamente en el escritor despeinado en los suburbios de las redacciones que se come las uñas y escribe desbordado con el reloj pisándole los talones. Por ese buen lector es que vuelvo, sin remedio, a creer que la poesía del papel, (el rigor de su superficie y la monotonía de sus colores), guarda una nobleza histórica, casi familiar, de la que la internet carece en buena medida. ¿Cómo enamorarse de lo que puede desaparecer del día a la mañana, al alcance de un botón?
Yo bien sé que el cambio supone romper con lo viejo, pero no necesariamente obliga a suprimirlo. Quiero escribir para la web como escribo en el papel, porque el buen lector sabe que en algún lugar hay, como él, un melancólico conservador.
Me di cuenta que escribo para Stella, una amiga que sigue mi blog con una fe incorruptible, porque no sólo es la primera que dejó una firma (una de las únicas dos), sino que además me infunde la dudosa esperanza de que escribo para alguien. Sino fuera por ella es probable que mi inconsciente hubiera vencido a mi voluntad y que mi joven blog se convirtiera en un desierto helado. Pero nadie merece morir joven, así que me prometí escribir aunque más no fuera para una sola persona en el mundo.
Esa es mi buena razón para mantener vivo a mi primer experimento web y a aceptarlo a pesar de sus espantosos defectos, aunque me niegue a aceptar por las buenas o las malas las exigencias de la redacción online. 
Me pasa que los colores, instrumentos multiétnicos y demás accesorios de parque de diversiones terminaron por volverme loco. Como remedio, cada vez que escribo para web uso la lógica de la ensalada: Cortar, condimentar, mezclar hasta que quede bien enredado; pero no va conmigo. No me acostumbro y me persigue el zombi iletrado del bochazo (día y noche).
Hoy, sin embargo, voy a gritar libertad. Este es el post número 8, el último obligatorio y por eso, (y porque me inspiró el anarquismo), voy a empezar a escribir a la vieja usanza: Un chorizo noble de palabras. [Lectura lineal, dicen los cibernautas en sus naves espaciales]. Si es por mí, el lector que se canse puede volver cuando quiera. Le dejo la puerta abierta. Porque el buen lector siempre vuelve.

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