13.5.11

Sueños bonsái

Tengo la sensación de que mi problema no está en el lavarropas. Tampoco en la cocina, en la bañera, en el escritorio, en los exámenes, en los boliches, en las sábanas, en el cepillo de dientes, en el paquete de galletas. Creo que mi problema no es la rutina de días exactamente parecidos al anterior y al posterior, sino que se trata de una cuestión filosófica, o antropológica, nunca entendí bien la diferencia. Conclusión: tengo una duda existencial que me carcome los pequeños placeres de la vida. Con esto no estoy diciendo que haya caído en depresión o que me ahogue en la bebida, pero reconozco los síntomas tradicionales de vacío espiritual. Me da lo mismo hablar o callar, reír o llorar, bife o milanesa, medias o soquetes, bondi o colectivo. No sigo la cotización de la soja y me gustan los días nublados. Me siento un gato en una pecera, escribí en una carta.
Una tarde de semana santa [espero no ofender a nadie con las minúsculas], sentado en el patio de mi casa en La Rioja, me preguntaba por mis posibilidades de salir de mi pozo hermenéutico y la respuesta me cayó del cielo [sé que suena cursi pero me pareció una linda metáfora para hacerme entender]. La revista que tenía en mis manos me reveló una ecuación que no había tenido en cuenta. Contaba la crónica de un tipo que viajó a Burning Man, un festival o reunión de personas (a falta de imaginación) que arma una vez al año una pequeña ciudad en el medio del desierto yanqui. La clase de comunidad compuesta por hippies convertidos: gente desnuda, agradable, humilde, interesante, contradictoria, soñadora y desnuda. Hay muchos desnudos en Burning Man, pero nunca existió en los 25 años del evento drama alguno de tipo carnal. Sumar por favor a la ausencia de vergüenza; drogas, alcohol y cosas por el estilo. También niños. Hay familias en Burning Man.
Segunda conclusión: mi problema necesita un viaje. Algo como lo que hizo el tipo de la película Into de wild, omitiendo el final. No se preocupen, no se los voy a contar, aunque pueden imaginarlo. Perdón. Continúo. Deliberadamente tengo ganas de hacer un viaje de autodescubrimiento. Quiero buscarme no en sentido poético, sino en sentido literal. No quiero trampas. Hay una parte de mí que desconozco y que no tiene suficiente con una vida de lunes a lunes. Me pregunto quién será y me niego a reducir mi problema a un conflicto de identidad. Traté con psicólogos de numerosas ramas del árbol del jardín de las ciencias de la mente y el espanto me enseñó que la psicología de espejo da mejores resultados por las mañanas. Sentarme en la cornisa de Machu Pichu y preguntarme cómo carajo nos dejamos engañar por unas cuentas de vidrio sea quizás el remedio casero para estos casos.
No quiero ser tomado a la ligera. No soy un anarquista sinrazón o un buscavidas desteñido. Doy vueltas en mi mundo como animal enjaulado, me reconozco cautivo de feria o mascota de familia media de los suburbios. Mis miedos domésticos [sueños bonsái] son mi ridícula excusa para no abrir la puerta y la televisión [mi dios privado] tampoco tiene mejores impresiones del afuera.
Mi licuadora espiritual tiene, al revés de las cosas, momentos de sosiego, períodos en los que vivo la batalla en mute y subtitulado. Un par de veces acostumbro a ir a una capilla a unas cuadras de mi departamento. Nadie la usa para propósitos estrictamente religiosos y las más de las veces funciona como teatro de artistas y burocracias políticas. Las rejas de las ventanas, tiras de metal clausurando las salidas, son el humilde homenaje que los arquitectos dejaron a las presas de la antigua cárcel de mujeres. Cuando hay poca gente, camino ausente de método en su interior y recito poesías o canciones. La función termina cuando el flash de un turista coreano desencanta la poesía. Me dejo volver de hombros rendidos a casa, a la vereda enlatada de mi cama, y me siento envejecer a la espera de un taxi vacío. Tercera conclusión: tengo un problema y hablo en serio.

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